Por: Manuel Góngora Mera
Profesor del Departamento de Derecho (Derecho Internacional + Derechos Humanos y Derecho Internacional
Humanitario)
Imagen: Protesta estudiantil en Bogotá. ® Manuel Góngora-Mera
El derecho a la protesta es la combinación del derecho a la libertad de expresión y los derechos de reunión y asociación. Está protegido
constitucionalmente por los artículos 20 (libertad de expresión), 37 (derecho a reunirse pacícamente), 38 (asociación) y 40 (participación en el
control del poder). También en tratados internacionales de derechos humanos que hacen parte del bloque de constitucionalidad (artículo 20 de la
3/10/2020 Sobre el proyecto de restricción de la protesta social – Welcome – Universidad del Norte
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Declaración Universal de Derechos Humanos, artículo 21 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo 15 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos). Sin embargo, estos derechos en América Latina (y actualmente también en Estados Unidos) son reprimidos
sistemáticamente, no solo a través de violencia policial y militar sino también mediante diversas leyes que en los últimos años han criminalizado la
protesta social. Esto ha legitimado ejecuciones extrajudiciales o sumarias, torturas y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes contra
población civil, defensores de derechos humanos y periodistas en el contexto de marchas y manifestaciones pacícas. Por eso el sistema
interamericano de derechos humanos ha sido enfático en criticar a los Estados que restringen desproporcionadamente el derecho a la protesta o
que utilizan la ley como un medio para disuadir la movilización social contra el gobierno o reprimirla violentamente con escuadrones con
entrenamiento militar o antiterrorista. De hecho ha sostenido que los Estados no deben contener protestas usando el ejército, ya que este es un
cuerpo destinado a la defensa exterior, no al mantenimiento del orden público.
La protesta, como los demás derechos, no es absoluta. Sus límites son básicamente los de la libertad de expresión (no se permite la propaganda de
guerra, ni el discurso de odio o discriminación racial, ni la apología a la violencia, ni la pornografía infantil) y los del derecho a la huelga (en Colombia
no opera en servicios públicos esenciales). En casos en que una protesta genere una afectación real e intolerable al orden público, el Estado tiene la
facultad de intervenir y restablecer el orden, pero con el uso proporcionado de la fuerza.
La protesta social hasta inicios de este año le estaba restando gobernabilidad a Duque. La pandemia mandó la protesta a una especie de detención
domiciliaria, y esto le devolvió temporalmente gobernabilidad a Duque. Es muy probable que en cuanto el pico pase y la cuarentena ya no se pueda
extender por más tiempo, resurja el descontento social represado durante todos estos meses. Y por eso es muy conveniente para el gobierno la
expedición de una ley que contenga esa oposición.
La reforma que se plantea en el Congreso no es necesaria porque ya hay normas, contravenciones y delitos que proscriben el daño en bien ajeno o a
bienes públicos. Ya tenemos normas sucientes para detener y procesar a alguien que rompe los vidrios de un Transmilenio.
La reforma es un retroceso en la protección de la democracia participativa. Habilita al Estado a reprimir las protestas, a tener más herramientas
legales para anularlas, debilitarlas o incluso disuadirlas. Eso es incompatible con principios básicos de sociedades libres y encaja en la arquitectura
de opresión que progresivamente se está imponiendo en diversos países.
La reforma es además peligrosista, porque se basa en presunciones vagas y prejuicios que maximizan el uso del derecho penal en contra de
hombres jóvenes y minorías, como pasa por ejemplo con la ley antiterrorista en Chile, que ha sido aplicada desproporcionadamente contra los
mapuches. Se crea una etiqueta de «vándalos» contra los estudiantes, los amenazan con quitarles sus becas, y establecen deniciones vagas de lo
que se interpreta como acto de violencia, con lo cual gritar podría encajar como violencia.
Finalmente, no debemos perder de vista lo que está en juego aquí. La esencia de la protesta social es la existencia o percepción de existencia de un
daño o agravio causado por el Estado a una parte de la población. Esa población se hace visible, se moviliza, expresa sus argumentos, busca una
respuesta del Estado. Lamentablemente en Colombia los gobiernos en lugar de atender esas demandas, toman la vía fácil y desvían la atención hacia
focos violentos en las protestas. En lugar de individualizar la violencia, la generalizan para deslegitimar la protesta. Eso, en el marco histórico de un
uso excesivo y arbitrario de esa fuerza, ha creado las condiciones ideales para amordazar la protesta y con ella, la democracia.
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